Hoy estoy confinada como lo está más de medio mundo. Medio planeta que soñé recorrer y que ahora la única forma que tengo de hacerlo es reviviendo todos los lugares que he visitado a través de las fotografías.
Y no se me ocurre mejor forma de viajar que volver a lo que ya he visto, porque quizás en los últimos años no le he prestado la atención que merecía a esos recuerdos. Quizás no le he dedicado el suficiente tiempo para interiorizar cada paso en los últimos viajes de mi vida, y eso ha hecho que mezcle algunos momentos de un lugar con las experiencias vividas en otro. Debe ser que el ritmo acelerado de nuestras vidas nos empuja a llenar nuestra memoria de nuevos recuerdos, en lugar de dedicarnos tiempo para asentar los que ya teníamos registrados.
Sumergida en las cajas de fotos que comprenden desde los años 70 a principios del presente siglo, encuentro maneras de teletransportarme en tiempo y lugar, a veces incluso a sitios que ni siquiera he vivido antes.
Otros sí llego a ubicarlos en mi memoria. Viajes de infancia a La Palma, recorriendo la Caldera de Taburiente y gozando durante varios años seguidos de las piscinas del hotel donde solíamos hospedarnos en familia. El mágico viaje a Disneyland de 1996. Los innumerables viajes a La Gomera para visitar a mi familia materna, disfrutar del monte y de hacer bollos con mi abuela en los hornos de leña de los merenderos, de correr por las plazas y jugar con mis primos.
Entre las fotos de todos esos momentos, que han permanecido guardadas y mezcladas en el caos de las cajas antiguas del sótano, destaca un viaje en el que debimos gastar más de cuatro carretes de fotos.
En el verano de 2005 mis padres se lanzaron a ampliar sus conocimientos de la Macaronesia con sus dos hijas pequeñas. Así, nos plantamos un día de julio en el aeropuerto de Tenerife Norte para llegar a Funchal, previa escala en la isla de Gran Canaria.
Veo las fotos y los recuerdos que revivo parecen más propios del verano pasado que del de hace 15 años. De no ser por nuestro aspecto, diría que no ha pasado tantísimo tiempo. Hay detalles que recuerdo a la perfección.
Recuerdo que durante esa semana de vacaciones tuve la sensación de estar en casa a pesar de que no hablábamos el mismo idioma. Recuerdo la tranquilidad de estar en territorio conocido, de estar en familia. Recuerdo lo verde de las carreteras sinuosas. Las flores del mundo, que se extendían como una plaga por las laderas. El paisaje montañoso. Los colores de los parques de Funchal, su casco histórico y su pequeño funicular que te transporta al monte. Recuerdo los techos de caña de las casas de Santana, las Palhoças. Las piscinas naturales. Los largos puentes que cruzan valles profundos. La cercanía de los maiderenses. El imponente acantilado de Cabo Girão, el más grande de Europa y segundo del mundo. Los hoteles en los que nos hospedamos. Y, una delicia para los paladares, el Bolo do Caco recién hecho que compramos a una señora que los preparaba a leña en una curva de carretera.
Allí no solo disfrutamos del placer de que nuestra única responsabilidad del día a día era pasarlo bien y descubrir. En Madeira también aprendimos muchas cosas, ente ellas que lo que en un lugar pasa desapercibido, en otro lugar a menos de 500km de distancia puede ser un manjar, como lo es allí el fruto de la Monstera, o comúnmente conocida como ‘Costilla de Adán’. Hasta ese viaje no sospechábamos que esa piña con apariencia escamosa era un fruto tan bueno, ni mucho menos tan codiciado. Lo denominaron ‘banana-ananás’, porque puede recordar a los sabores del plátano y la piña tropical. Para mí fue el gran descubrimiento de la década, a pesar de que hasta ahora no he sacado provecho y no he vuelto a probarlo estando en casa. ¡Quizás lo haga pronto!
Madeira puede transportarte a las islas occidentales de nuestro archipiélago en cuanto a la abundancia de vegetación, al relieve de sus paisajes montañosos, a la costa del norte. Puede recordarnos a nuestras playas, nuestro monte y nuestros acantilados. Y es que Madeira es una hermana de nuestras islas, formando parte como nosotros de la Macaronesia junto a Cabo Verde, Azores e Islas Salvajes.
De todas ellas, Madeira es la isla de la que más cerca estamos y, por tanto, seguramente en la que más similitudes encontraremos. Tenemos en común mucho más que la Laurisilva, nuestro origen volcánico o la climatología. Descubrimos que el carácter isleño de su gente, la humildad y el carácter apaciguado de su pueblo, es también parte de ese lazo que nos une con Madeira.
Su historia, como la nuestra, está plagada de interesantes hitos. Pero Madeira tiene algo que los canarios no hemos visto nunca antes en nuestro archipiélago; tiene alma portuguesa, tiene su música, su gastronomía, su alegría. Con lo que aún siendo una isla muy parecida a las que acostumbramos a recorrer a diario, en cuanto a elementos naturales se refiere, sus habitantes hacen de Madeira un destino especial, con encanto propio.
Y ahora, viendo ese gran tocho de fotos ya ordenado y categorizado, me doy cuenta de lo que nos gusta viajar y conocer nuevos lugares; de lo importante que es para el ser humano de nuestra sociedad tener nuevas experiencias. Tanto es así que lleva a dos padres de Tenerife a volar con dos de sus hijas a un lugar desconocido, del que no conocen el idioma y, por supuesto, no cuentan con un dispositivo GPS para no perderse y evitar los peligros de la carretera.
Ahora, consciente del paso del tiempo y de lo fácil que se ha convertido saciar esa sed de vivir experiencias fuera de nuestras casas, admiro la valentía de quienes viajaban con mapa y diccionario de lengua extranjera en mano.
Ahora sé que una de las razones por las que no hemos olvidado ese viaje es porque valorábamos lo que estábamos viviendo como un extraordinario regalo, algo que costaba esfuerzo y coraje, y que quizás no formaba parte de la rutina de todos los veranos.
No fuimos más afortunados de lo que hemos sido en los últimos años, que hemos tenido todo a mano para recorrer el mundo. Pero sí creo que fuimos más puros exprimiendo cada momento que vivíamos, y esa puede ser la clave que trataré de mantener en los próximos viajes que me queden por delante.
Ahora he cambiado mi sueño de recorrer medio planeta, por estar cerca de las personas que quiero y seguir haciendo kilómetros pero con la consciencia despierta; poco importará la distancia, ni siquiera importará el destino, a partir de ahora el reto es mantener todos los sentidos puestos en el camino allá donde esté.
¿Quieres descubrir Madeira y empaparte de su verde? Te hemos preparado una oferta irresistible.
Tina says:
Me ha encantado el Viaje de Marta a Madeira de hace 15 años ? y lo mejor, la reflexión final, seguir haciendo kilómetros pero con la consciencia más despierta.
Lo he compartido porque me ha encantado! Gracias Marta